Las campanadas de las horas en punto se oyen en cada rincón de su casa y ella ya está acostumbrada: tiene de vecina, en la colonia Chimalistac, al sur de Ciudad de México, a la parroquia San Sebastián Mártir, que está “tan cerquita, tan cerquita, que podría llevar mi cama y dormir allá”, dice. Pero no. Ella ya no va a iglesias. Ni comulga todos los días ni hace penitencia como cuando tenía 15 años. Ahora pasa frente al templo cada mañana porque le queda de camino al parque donde lleva a pasear a Shadow, su labrador negro, “tan negro como mi conciencia”, agrega, y suelta una de esas sonrisas que muestran todos sus dientes.
Elena Poniatowska Amor acaba de cumplir 82 años. Los celebró el pasado 19 de mayo entre los abrazos de sus tres hijos y sus diez nietos. Un mes antes había viajado a España para recibir de manos del rey el Premio Cervantes, el más importante de las letras hispánicas, que en su caso se suma al Rómulo Gallegos, al Alfaguara, al Seix Barral y a una veintena de reconocimientos que tiene a su haber. Fue a recibirlo vestida con el traje oaxaqueño que antes usaba con flores en la cabeza, pero “esta vez, por mi edad, pensé que las flores ya eran un poco exageradas”.
(Poniatowska dice unas palabras y de inmediato deja largos silencios abiertos, como a la espera de que su interlocutor sea quien hable. Por algo ha sabido reinar en el género de la entrevista).
Tenía 10 años cuando llegó de París a Ciudad de México en un barco de refugiados que buscaban alejarse de la Segunda Guerra Mundial. Viajó junto a su mamá, María de los Dolores Paulette Amor Yturbe, una aristócrata de sangre francesa y mexicana. Su papá, Jean Joseph Evremont Poniatowski Sperry, heredero de príncipes polacos, se les unió después de combatir en la guerra y ganar condecoraciones. La niña Helene Elizabeth Louise Amelie Paula Dolores Poniatowska Amor –su nombre completo– no sabía una palabra en castellano cuando pisó tierra mexicana y su madre no estaba muy interesada en que aprendiera ese idioma que, en casa, solo hablaban las empleadas domésticas. Elena, curiosa, entraba a la cocina a aprender con ellas. Cuando iba camino al colegio extranjero en el que la matricularon, veía a niños de su edad descalzos por la calle. “Era la pobreza, pero entonces no sabía qué significa eso”.
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